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Lectura a Nana



"Vi así, vívidamente iluminado, un cuadro completamente inadvertido antes.
Era el retrato de una joven muchacha que empezaba a madurar como mujer.
Miré apresuradamente el cuadro, y luego cerré los ojos.
Fue un movimiento impulsivo para ganar tiempo para pensar; para asegurarme de que mi vista no me había engañado; para calmar y dominar mi imaginación para una mirada más sobria y más segura.
Tras unos breves instantes, miré de nuevo fijamente el cuadro.
El retrato, lo he dicho ya, era el de una chica joven.
Era meramente una cabeza y los hombros, hecho en lo que técnicamente se denomina estilo "vignette"; muy del estilo de las cabezas favoritas de Sully.
Los brazos, el seno, e incluso las puntas del radiante cabello se fundían imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del conjunto.
Como obra de arte, nada podía ser más admirable que la pintura en sí.
Pero no pudo haber sido ni la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del semblante, lo que tan repentina y tan vehementemente me había conmovido.
Menos aún pudo haber sido que mi imaginación, hubiera confundido la cabeza con la de una persona viviente.
A la larga, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me volví a tender en el lecho.
Había encontrado el hechizo del cuadro en una absoluta "apariencia de vida" de expresión".

¿Es tuyo ese libro?
-No, lo he encontrado aquí.

¿Me das uno? (cigarrillo)

Es nuestra historia: un pintor que retrata a su amada.

¿Quieres que continúe? "Y, en verdad, aquellos que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de su parecido como de una poderosa maravilla, y como de una prueba no menos de la habilidad del pintor que de su profundo amor a aquella a la que pintaba tan extraordinariamente bien.
Pero a la larga, al acercarse el trabajo a su conclusión, nadie fue admitido en el torreón, pues el pintor había enloquecido con el ardor de su trabajo, y raramente apartaba sus ojos de la tela, ni siquiera para mirar el semblante de su esposa.
Y no quería ver que los colores que extendía sobre la tela los arrancaba de las mejillas de la que posaba a su lado.
Y cuando varias semanas hubieron pasado, y poco quedaba por hacer, excepto una pincelada sobre la boca y un color sobre el ojo, el espíritu de la dama tembló de nuevo como la llama en el casquillo de una lámpara.
Y entonces la pincelada fue dada, el color fue puesto; y, durante un momento, el pintor permaneció en trance ante la obra que había elaborado; pero al instante siguiente, mientras aún miraba, se tornó trémulo y muy pálido, y gritando con una voz chillona:
"¡Esto es, en efecto, la vida misma!", se volvió repentinamente para mirar a su bienamada...:
¡Estaba muerta!..."
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